La dulzura, en lo que tiene de cuento, no podría ser más común dada su impresionante repetición en nuestra vida diaria: una madre y una hija se enfrentan y hacen un ajuste de cuentas a partir de un tercero recientemente fallecido, el padre que estuvo ausente toda la vida. Al regresar de ese viaje en busca de sus orígenes, de una explicación del pasado, de un afecto que nunca tuvo cerca, la hija confronta a su madre con la palabra del muerto. El doblez de la vida, con toda su extrañeza, absurdo y complejidad, sacude a dos vidas adultas que se aman.
En una sola noche, en el territorio de batalla que La dulzura construye, el padre muerto parece instalarse como un fantasma en medio de ellas y separarlas. Entre ángeles y demonios, se juegan su relación estas dos mujeres en un tiempo sin tiempo, pero también un tiempo que sigue la implacable matemática de los relojes y las palabras. Esa corporeización del miedo, de las verdades a medias, del terror a lo oculto, a lo que no ha encontrado nombre, le da a La dulzura una atmósfera de pesadilla que se debe conjurar. Hechizo, ritual, ceremonia… espacio propiciatorio para purificar con fuego. A fin de cuentas, el descenso o cruce a la otra orilla trae consigo un reencuentro con la paz interior y el perdón que solo reaparecen cuando nos reconocemos en los claroscuros del corazón.
Quisimos que la economía de este proyecto, su producción, hacerlo o no hacerlo, solo dependiera del encuentro de cuatro artistas de la escena mexicana, de una batalla por recuperar las esencias de nuestro legendario oficio. La dulzura es un proyecto escénico que responde a la crisis económica y espiritual que rodea a los escenarios mexicanos de hoy: quiere entender la escena como un espacio privilegiado para hacer preguntas importantes sobre el comportamiento humano. Solo así, el teatro no estará bajo amenaza. Solo el teatro puede prevalecer y ser invocado desde su humanidad, desde lo esencial.